domingo, 27 de enero de 2013

El violinista

Ayer Julie de Mifábula me contó esta historia. Merece la pena leerla.

"Un hombre se sentó en una estación de metro en Washington DC y comenzó a tocar el violín, era una fría mañana de enero. Interpretó seis piezas de Bach durante unos 45 minutos. Durante ese tiempo 
se calcula que 1.100 personas pasaron por la estación, la mayoría de ellos en su camino al trabajo.

Tres minutos pasaron y un hombre de mediana edad se dio cuenta de que había un músico tocando. Disminuyó el paso y se detuvo por unos segundos y luego se apresuró para cumplir con su horario.

Un minuto más tarde, el violinista recibió su primer dólar de propina: una mujer arrojó el dinero en la caja y sin parar siguió caminando.

Unos minutos más tarde, alguien se apoyó contra la pared a escucharlo pero el hombre miró su reloj y comenzó a caminar de nuevo. Es evidente que se le hizo tarde para el trabajo.

El que puso mayor atención fue un niño de 3 años. Su madre le apresuró pero el chico se detuvo a mirar al violinista. Por último, la madre le empuja duro y el niño siguió caminando volviendo la cabeza todo el tiempo. Esta acción fue repetida por varios otros niños. Todos sus padres, sin excepción, los forzaron a seguir adelante.

En los 45 minutos que el músico tocó, sólo 6 personas se detuvieron y permanecieron por un tiempo. Alrededor de 20 le dieron dinero, pero siguió caminando a su ritmo normal. Se recaudó $ 32. Cuando terminó de tocar y el silencio se hizo, nadie se dio cuenta. Nadie aplaudió, ni hubo ningún reconocimiento.

Nadie lo sabía, pero el violinista era Joshua Bell, uno de los músicos más talentosos del mundo. Él había interpretado sólo una de las piezas más complejas jamás escritas, en un violín por valor de 3,5 millones de dólares.

Dos días antes de su forma de tocar en el metro, Joshua Bell agotó en un teatro en Boston, donde los asientos tuvieron un promedio de $100.

Esta es una historia real. Joshua Bell tocando incógnito en la estación de metro fue organizada por el diario The Washington Post como parte de un experimento social sobre la percepción, el gusto y las prioridades de la gente. Las líneas generales fueron los siguientes: en un entorno común a una hora inapropiada: ¿Percibimos la belleza? ¿Nos detenemos a apreciarla? ¿Reconocemos el talento en un contexto inesperado?

Si no tenemos un momento para detenernos y escuchar a uno de los mejores músicos del mundo tocando la mejor música jamás escrita, ¿cuántas otras cosas nos estamos perdiendo?
Por: Josh Nonnenmocher

miércoles, 16 de enero de 2013

Otra de vecinos

Esto de vivir en un ático no es tan glamuroso como lo pintan.
He de reconocer que las vistas son impresionantes porque parece que estoy en Nueva York. Aunque en plena noche cualquier cosa puede parecerse a Nueva York. Todo está a oscuras y tan sólo veo los faros rojos de los coches perderse en la M-30, las luces amarillas o verdes de letreros enormes de marcas más que consagradas, todo ello difuminado por las gotitas de agua que ha dejado la lluvia en el cristal de la ventana. Muy cinematográfico.

Sin embargo aquí hace tanto frío, que por más que invierto en calefacción sólo he logrado crear un ambiente casi-cálido con una canción de Joáo Gilberto y mi secador apuntándome directamente a la cara. Y mejor no hablemos del atuendo.
Ahí va mi pequeña historieta de hoy.


En plena Navidad, en pleno ataque consumista, aparecieron dos policías municipales en Enfant Terrible con cara de circunstancia. Y cuando digo de circunstancia no me refiero a cara de enfado ni de pocos amigos. No era la típica cara de poli cabreado. Era cara de "yo tampoco entiendo nada".

Ojalá estuviésemos ubicados en pleno Goya, Velázquez, Serrano o la mismísima Gran Via. Porque entonces no me llenaría cada mañana las manos de tiza de colores, ni tendría que comerme el coco reinventando slogans deslumbrantes para que una banal pizarra de Ikea logre derivar el tráfico de Goya a Nuñez de Balboa, 30.
Sí, el problema era la pizarrica.
-"¿Ustedes tienen una pizarra ubicada en la esquina? Me preguntó.
-Sí. Y le conté que había ido al ayuntamiento a pedir permiso para ponerla. Y que me contestaron que no hay ninguna ley que regule todas la pizarras de restaurantes, centros de estética, tiendas, que invaden las aceras de Madrid. "Usted póngala y si tiene suerte nunca le ocurrirá nada. Sino pues vendrá la policía y se la hará quitar..."
Y ahí estábamos. En ese punto. Tres denuncias nos habían puesto por tener un letrero maravilloso lleno de colorines y de dibujitos.
-"Nosotros venimos porque os han puesto tres denuncias, me comentó el policía, sino ni nos habríamos molestado".
Así que tuve que quitar mi súper pizarra y renunciar a la pintura rupestre matinal que aunque parezca mentira tenía su pequeño efecto. 

Hace dos días Olga, Belén y yo bajamos al mejicano de enfrente. Centro de operaciones post-laboral donde ahogamos nuestras penas en coronita y totopos. Y apareció el encargado. A él también le habían hecho quitar su pizarra, mucho más profesional que la nuestra he de reconocer.
Y cuando me contó su historia sólo me vino a la cabeza una frase "Así va España".
-"la pizarra..."suspiró.
A él le han denunciado cientos de veces en estos últimos 10 años. Le han llegado a poner pegamento en el candado, a cortar la cadena y a tirar la pizarra al contenedor. Se la han movido a la acera de enfrente y se la han partido en dos. Han borrado el texto y os garantizo que los del mejicano hacían auténticas obras de arte. Incluso ha tenido que pagar por denuncias reiterativas una sanción de 600€ más IVA, que con el 21% duele aún más.
¿No os parece alucinante? Y lo peor del asunto es que corroboró mis sospechas.

El kamikaze de las pizarras, el que nos pone las denuncias, el qué apacigua su ira y sus frustraciones contra nuestras pequeñas obras de arte ambulantes es una vez más un vecino.

Hace mucho leí que Iberia para abaratar costes tan sólo tuvo que quitar una aceituna de la bandejita de la comida. Imaginaos el efecto que puede tener con los tiempos que corren que cada día entren 5 personas menos en un restaurante o en un comercio. Multiplicad. Y esos 5 comensales, clientes, son los que visitaban nuestros pequeños negocios gracias a una banal pizarra de Ikea.

Así que solo voy a decir una cosa. Me encantaría poner en la esquina otra vez mi pizarra y con una bonita letra cursiva de palo seco escribir en rosa "CABRÓN", porque indudablemente el que primero lo va a leer, el que antes se va a fijar, no es uno de los cientos de transeúntes que pasan cada mañana por Goya. Es ese vecino cabrón que por una vez después de 10 años tendría una pequeña razón para destrozar el trabajo de otros.